martes, 26 de mayo de 2009

no lo soporto

Hay cosas que no soporto. Lo intento, pero no lo soporto. Sé que ellos tampoco me soportan a mí, así que creamos entre ambos una espiral de idiotez que difícilmente podremos parar. No soporto a la gente que no traga a mi hijo. Creo que es legítimo, así que no pienso cambiar. Hay quien abiertamente declara que no desea ni cruzarse con él por la calle, que le tuerce la cara y que aparta a sus hijos de él. Hay quien presume de lo mucho que le quiere pero que es incapaz de visitarle cuando está ingresado en el hospital. Quien no se acuerda de él más que para preguntar cómo va lo suyo, quien cuestiona mi paternidad y su filiación, quien preferiría que no estuviese aquí, quien le culpa de ser tan maravilloso, quien le minimiza sus pasos, quien le pone zancadillas, quien deja a sus hijos que le peguen, porque es la manera en que los machotes demuestran su cariño, quien se le queda mirando sin respeto ninguno, quien le grita al hablar, quien le quita los juguetes y le da un palo o un cartón, quien se ríe de él, quien esconde a su hija recién nacida, quien dice que no sabe cómo tratarle, quien le hace regalos de tres euros o no se acuerda de él, quien se cree que conoce su futuro y su pasado como el que lo lee en el Caso.

Sé que debiera de soportarles, que quizá no sean tan malos como me lo parecen, pero es algo que me puede, algo irracional. Puedo hasta sonreirles o callarme en su presencia. Pero no los soporto. La gente que conoce a mi hijo más que yo, que opinan de él por lo menos relevante y lo que menos les importa. Me parecen ignorantes presuntuosos que esconden su falta de formación intelectual y humana bajo un complejo de inferioridad. Me parece que no saben ni quieren saber, que se creen tener la verdad y sólo tienen la necesidad de contarla. Me parece que se suben a una torre de nobleza y sinceridad desde la que escupir a los transeuntes.

No les soporto y, sin embargo, cuando miro a mi hijo, no sé porqué, les quiero.

perdón y olvido

Creo que era el expresidente Suárez quien acuñó aquella frase de "perdono pero no olvido". Seguro que alguien la dijo antes, no sé. El caso es que esta frase se me ocurre a veces, cuando tengo la sangre encendida. Se me enciende más a menudo de lo que sería razonable, así que se me enciende por cuestiones inanes, quiero decir. Una de las cosas que más me sacan de mis míseras casillas es comprobar cómo Ánder aprovecha siempre para desobedecerme cuando hay gente delante, especialmente si es alguien a quien acaba de conocer. Sabe que no le reñiré o que, si lo hago, lo haré de una manera más suave de lo habitual. Nada de "hijo, ¿la tontería no te deja oír?, porque si quieres te la sacamos rápido" ni macarradas por el estilo. De hecho, seguramente acabará en mis brazos para impedir que salga corriendo mientras el desconocido dice alegremente que es un torbellino. Entre un torbellino y un tonto, prefiero el tonto, que al menos vivo más tranquilo y tiene más arreglo.

Siempre que acabo riñendo a Ánder en esas circunstancias le llamo tonto, no para castigarle, si no para molestar a la persona que está delante, que a fin de cuentas a Ánder tanto le da una cosa que la otra. En contraposición, esa persona siempre acaba diciendo lo de que Ánder está muy espabilado o me mira a mí y dice qué listo es. Estos juegos me sacan de quicio, como digo. Hoy acabé pensando que por mucho que haga mi hijo lo más que va a sacar de la vida es que alguien diga que "qué mérito tiene, siendo down, qué espabilado está" o algo por elestilo. Da igual que haga exactamente lo mismo que el resto de niños del mundo o mejor incluso. Que sea más listo, más rápido o más bueno. Lo mejor que dirán de él es que lo hace muy bien para ser down.

En un programa de televisión de ésos de nuevos talentos salió en cierta ocasión un adolescente bailando. No lo hacía mal e incluso tenía aciertos llamativos para un aficcionado. El caso es que llegó a la final y allí fue eliminado. Normal, eliminaban a la mayoría y todos los casos eran tristísimos. Lo que me llamó la atención fue que el jurado, para justificar su eliminatoria, le explicó al rapaz que la vida del bailarín era muy dura y que él no tenía porque pasar por ello, que podía seguir disfrutando del baile sin necesidad de pasar a la siguiente etapa del concurso, ya de preparación para profesionales. El tono fue muy amable, cariñoso y afectivo, respetuoso, pero el fondo me parece terrible. ¿Acaso el chico no había pensado antes de presentarse lo que necesitaba o lo que le gustaba? ¿Su necesidad de fama televisiva era menor que la de sus compañeros? ¿Tenía menos fundamento? ¿Tenía menos oportunidades no por como bailaba (respecto de lo que no dijeron nada) si no por otro motivo que no se atrevió nadie a decirle? Ni siquiera le dieron la dignidad de decirle directamente que, al tener síndrome de Down, no merecía lo mismo que sus compañeros cantantes, malabaristas y bailarines. Que con una pensión del Estado podría arreglarse hasta el final de sus días, agarrarse a su minusvalía y vivir conforme a ella, sin interferir en la vida de las personas normales, pretendiendo ocupar una de sus plazas. Que coleccione sellos, baile o se enamore de Leticia Sabater, tanto da, mientras lo haga en la privacidad de su habitación. Y si sale de su privacidad, que sea respetando el esfuerzo y el trabajo de los demás, que ése sí sirve para algo, sí que responde a una necesidad vital y social de realización por medio de la productividad. No es comparable el esfuerzo y el sacrificio de un muchacho que estudia una carrera universitaria o que aprende a arreglar automóviles o a jugar al fútbol con el esfuerzo de un down, que estará siempre dirigido a imitar al de los normales, pero sin su objetivo social. El síndrome de down condena a quien lo vive a no tener expectativas sociales dignas, de autonomía personal, de toma de decisiones individuales. Eternamente infantilizado, poque nunca sabrá exactamente lo que le conviene. Puede imitar a los adultos pero nunca igualarlos.

No es de extrañar que pueda perdonar a la gente delante de la cual tengo que reñir a Ánder, pero no puedo olvidar el porqué tengo que perdonarles constantemente. Como digo, tengo el carácter soliviantado.

martes, 28 de abril de 2009

estos días

No puedo evitar estos días acordarme de mi padre y mi tía, que están muertos. Mi tía murió el año pasado. Era de esas presencias que están ahí desde siempre hasta que un día deciden que ya está bien y se marchan, casi sin dar tiempo a nada más. Así, de un día para otro. Pluf.

Mi padre murió cuando yo estudiaba en la universidad. Lo recuerdo porque la imagen más clara que tengo de aquellos días es la mía haciendo cola en una ventanilla para lograr una ayuda familiar de estudios en caso de "catástrofe familiar". Incluía quiebra del negocio y muerte del padre de familia.

Pero me pongo fúnebre, y no era ésa mi intención, porque lo que pretendía decir es que el acordarme de las personas queridas muertas no me entristece por lo general. Tengo buenos recuerdos de ellos y, aunque les echo de menos, no lamento tanto su ausencia como me alegra el haberles conocido, el disfrutar de ellos y de sus recuerdos, de lo que me dejaron aquí. Cada vez que veo alguna foto o viene a mi memoria alguna frase que le dijeron o que dijeron, alguna mirada, alguna impostura de un desconocido, que es como un latigazo de nostalgia, al reconocer aquello que creía tan exclusivo de ellos y que ahora la rutina me desvela como un gesto común en cientos de personas. Una muestra de su sabiduría en una frase que leo, de su bondad en un comportamiento que observo. Es curioso como la gente con la que convives llena tu propia vida sin que te des cuenta. Van dejando un rastro invisible, pero tan abundante y fructífero que realmente son los árboles que no dejan ver el bosque. Anticipas la respuesta del conocido porque él o ella harían lo mismo, o porque un día te explicaron que ese tipo de gente responde así. Reconoces la tristeza o la alegría en el rostro somnoliento de un conductor porque él tenía el mismo gesto cuando estaba concentrado.

Todo esto me hace pensar en que me gustaría dejarle a Ánder algo de todo esto. Contrariamente a lo que piensa mucha gente no me gustaría dejarle la vida arreglada. ¡Qué cosa más horrible arreglarle la vida a alguien, si no es para que ese alguien la estropee a su gusto! Sería feliz si supiera que Ánder, el día que yo esté muerto, pueda reconocerme en alguna otra persona, algún gesto o algún mohín fuera de lugar y de tiempo. Algún chiste de mal gusto que le recuerde mis bromas estúpidas. Algún arrebato injustificado de mal humor que le recuerde mis manías. Con cualquier cosa sería feliz. Pero, principalmente, sería feliz si tuviera algún recuerdo parecido al más intenso que yo guardo de mi padre: A los doce años pasé de ser un niño despierto a un adolescente atolondrado (estado del que creo no haber salido del todo), lo que resintió principalmente mis notas escolares durante dos años. Mi madre estaba desencantada y mis profesores creían que yo no valía para estudiar. Mi padre siempre decía de mí que era inteligente, que aquello era normal, puesto que, debido a esta inteligencia, su hijo no encontraba motivo para estudiar, al vivir tan comodamente. Así que un día vino a hablar conmigo y me dijo que estaba de acuerdo con mi actitud, que el estudiar y el esforzarse era de estúpidos si uno podía lograr sus objetivos sin sacrificio. Pero que tenía que hacerme cargo de que la cosa no podía seguir así. Demasiado joven para trabajar (estudiaba entonces octavo de E.G.B.), debía acabar por lo menos aquel año. Pasado este trámite, me iría a trabajar con él. Yo no sé si soy tan inteligente como mi padre creía o si lo he sido alguna vez en mi vida. Lo que he tenido claro siempre es que no quería trabajar, y menos en un barco, que es con lo que mi padre se ganaba la vida. Madrugar, trabajar de sol a sol, metido durante meses en un mismo espacio. Él era un amante del mar que siempre decía que trabajaba muy poco, por lo que disfrutaba enormemente de su ocupación. Pero yo no era él. A mí me gustaba hacer el vago, lo reconozco. De hecho, a día de hoy, lo que más me gusta es todo aquello que no me exige ningún esfuerzo.

El caso es que después de esta conversación decidí que si quería mantener mi nivel de vida debería empezar a disimular algo, aprobar alguna asignatura que no fuera deporte o dibujo. El milagro se produjo cuando me di cuenta de que si leía los libros, al día siguiente me acordaba de lo leído. Y cuanto más leía, más recordaba. Incluso cuanto más leía, más me daba cuenta de que menos necesitaba leer. En determinadas asignaturas bastaba con que repitiera lo que el profesor había dicho en clase para que éste pensara que yo era un genio de creatividad. Al cambiar de curso, nadie pensaba que lo mejor para mí era dejar los estudios, y al cambiar de profesores nadie volvió a pensar que no valía para el estudio. Supe cómo no volver a decepcionar a nadie y con el tiempo aprendí a convencer a la gente que no se hiciera ilusiones con las que decepcionarse, pero eso es otra historia, como dicen por ahí.

El caso es que me gustaría que Ánder tuviera un recuerdo de mí: el de alguien que siempre supo que Ánder sabe lo que desea y que respeta ese deseo. Como todos los adolescentes sólo tiene que aprender el precio. En mi caso fue barato porque nunca fui demasiado ambicioso. Será apasionante observar a mi hijo para ver lo que desea él.

lunes, 9 de marzo de 2009

El otro día me equivoqué. No tiene Ánder tantos tíos ni tantas tías. Tiene un tío y una tía en Madrid, que le ven en vacaciones de Navidad y de verano. Vienen con las primas de Ánder, que tienen en mi hijo a un muñeco. Juegan con él, le achuchan y se asombran de su picardía y de su empecinamiento cuando se nota acorralado. Además, Ánder tiene un tío y una tía que son los padrinos de la hermana de Ánder, el padrino y la "padrina", que se ríen mucho con él. Se preocupan de cómo le va a tratar la vida, de las injusticias que va a tener que soportar. Luego tiene otro tío y otra tía, que no le ven mucho porque no se sienten muy unidos a él. Siempre fueron muy independientes. Y por último tiene un tío, al que no ve nunca porque se sintió ofendido el día que Ánder llegó. Dijo "él en su casa y yo en la mía", y así ha sido hasta ahora. Creo que le tiene miedo, como esos ancianos que apartan a sus nietecitas en el parque cuando le ven. Me dan un poco de pena y me gustaría decirles que están equivocados, pero creo que de nada sirve mostrar cosas bonitas a gente fea más que para enfadarles.

También están las abuelas. La de Vigo se enfada con Ánder porque sabe que Ánder puede hacer más de lo que hace. Le mira y ve un niño que puede llegar a donde desee. Sólo hay que llevarle, como a los demás niños. Su otra abuela y su abuelo vienen a visitarle casi todas las vacaciones, si pueden viajar. La abuela le riñe con gracia y le llama brutote, pero Ánder sabe que tiene un rival tremendo en su abuela y un complice formidable en su abuelo, que no puede resistir a sus caricias. Pero los dos le dejan llorar cuando se emperra en que le lleven en colo al parque o cuando no quiere comer pescado y pide un yogurt señalando la cocina con una sonrisa de asombro por no tener su manjar ya frente a él.

Además de esta familia, tiene a Carmen, a sus amigos del colegio y a sus profesoras, que se preocupan por él, por su futuro. Otras profesoras prefieren preocuparse por su felicidad inmediata, rellenando su análisis de conciencia nocturno con un hoy fui buena y nada puede echarme en cara nadie. Éstas a su rebeldía le llaman atención dispersa y a su pereza le llaman problema delante mía y discapacidad a mis espaldas. También éstas me dan un poco de pena, porque nunca sabrán a dónde va llegar Ánder. Pero también me llena de orgullo el que Ánder vaya a llegar igual no sin su ayuda, si no con sus zancadillas de santurrona.

Creo que he aprendido a ver a la gente en función de cómo ven a Ánder. Quien ve en mi hijo a un niño con síndrome de down, a un down, a uno de "estos niños", les veo como personas pobres, con las que me resulta muy difícil mantener una conversación de ningún tema que no sea repetir algo que vi en la televisión el día antes. Los que ven a Ánder me caen bien, porque Ánder es transparente, directo y hermoso, así que es fácil hablar con quien es capaz de verlo. No sé porqué, pero debe de ser difícil de ver, porque no le pasa a todo el mundo.

martes, 3 de febrero de 2009

la familia de ánder

Ánder tiene una madre, un padre y una hermana. Tiene además cinco tíos, cuatro tías, y dos primas, dos abuelas y un abuelo. La madre de Ánder se preocupa mucho por él, pero no con esa preocupación que lleva proteger en exceso a los niños, es más bien el tipo de preocupación que le lleva a preguntarse a todas horas qué puede hacer para ayudarle para que saque lo mejor de si mismo. Le gusta tenerle en el colo y darle besos y abrazarle. Su padre está orgulloso de Ánder. Es ese orgullo que le hace sentir que le gustaría ser como él, tan duro, tan fuerte, rápido y listo como su hijo. Piensa que si él fuese así, sería mejor de lo que es y le envidia. También se preocupa por él, pero sólo cuando piensa en las buenas personas que le van a poner más difícil su vida. Piensa que no es justo, porque no sabe muy bien qué hacer, y sólo se le ocurre exigirle más a Ánder. Su hermana está enamorada de Ánder. Cuando le preguntan quién es el más guapo siempre responde que su hermano. Le da todo y después se lo quita y después se lo vuelve a dar, como hacen los niños, que no se sabe muy bien si juegan o es que son así de buenos o de malos. Le da besos, se le sube encima hasta que llora, le consuela, le busca y siempre le espera cuando sus padres le dejan atrás.

El resto de la familia, otro día.

domingo, 11 de enero de 2009

algo que ánder da

Por supuesto sería imposible resumir lo que Ánder da. A mí y a todas aquellas personas que comparten su existencia, que son parte de su mundo, incluso de aquellas que se niegan a formar parte de ese mundo. Pero si elijo este título tan ampuloso es porque hay algo que Ánder me ha dado y que no podía ni imaginarme. Me ha dado a las personas buenas. Siempre digo que Ánder no va a tener problemas con las malas personas que se crucen en su camino. Aquellas que le nieguen por desprecio o desconfianza su cariño o las oportunidades que por justicia se merece, antes o después Ánder las pondrá en su sitio. Es una persona fuerte, inteligente y bondadosa, así que sabrá qué hacer llegado el momento, aunque no sea fácil. Esas malas personas no me preocupan, confío en mi hijo y sé que sabrá lo que hacer.

Las que me realmente me preocupan son las buenas personas, que, por desgracia, son la mayoría. Todos hemos tenido la desagradable experiencia de encontrarnos con alguien insensible y pertinaz que, en nombre de la sinceridad, se empeña en faltarnos al respeto, en despreciarnos directamente, porque su nobleza les impele a decirnos lo incorrecto de nuestro proceder, como si su opinión pudiera importarnos o su punto de vista fuera más relevante que nuestra voluntad. Puesto que actúan movidos por buenos sentimientos, su sinceridad, su honradez y su valentía, nunca se sentirán culpables del daño que hacen y nunca entenderán que no han actuado de una manera satisfactoria.

Son los que cuando les preguntas si les gusta el abrigo que te has comprado te responden que es demasiado caro o que ellos nunca se comprarían nada en un rastrillo. Uno no pregunta ni se acerca a sus semejantes para que le critiquen, así que, al recibir la respuesta, además te queda la sensación de creer que la culpa ha sido de quien se ofreció a recibir una opinión. Quien responde está salvaguardado por su propia franqueza, que le protege no ya de críticas externas, si no también de cualquier remordimiento. Nos está bien merecido por preguntar.

A Ánder le pasará algo parecido. Todo el mundo le quiere, le trata bien y presume cuando le preguntan de lo bien que "evoluciona", de lo "espabilado" que está y de lo inquieto que es. Lo hacen hasta los que reniegan de él y no desean ni su trato ni su compañía, especialmente éstos, porque viste mucho el amar a un niño con síndrome de Down.

Pero amar a una persona es ser justo con él, no cerrarle las puertas de tu casa e ignorarle. Y respetarle es darle la oportunidad de equivocarse, que es lo que las personas buenas no van a hacer nunca con él. Cada uno de sus errores será automaticamente clasificado en la categoría de enfermo, de expresión de sus caraterísticas peculiares que le imposibilitan hacer las cosas de otra manera. Cuando un niño se equivoca, se le explica el error y se le da otra oportunidad, las que hagan falta en realidad, hasta que haga las cosas como deseamos que las haga. Si Ánder se equivoca, se le explica el error cometido y se le da la oportunidad hasta que al adulto se le acaba la paciencia. Nadie (y en este nadie me incuyo a mi mismo) entiende que Ánder va a necesitar más oportunidades de aprender, no menos. Darle las mismas o menos oportunidades que a los demás es condenarle al fracaso y eso es algo que depende del adulto, del dueño de la situación, no del niño.

El explicar cada una de sus acciones, de sus decisiones, en función de sus características cromosomáticas es, además de una petulancia propia de ignorantes, una putada. Es decir que los negros tienen un gran sentido del ritmo, juegan mejor al baloncesto y culpan siempre a la sociedad de sus problemas. Los negros son pobres, así que no tendrán el mismo acceso a los estudios y tendrán una percepción de que la vida es más complicada porque realmente lo es para quien no tiene dinero para comprarse las facilidades de las que los demás ni nos percatamos.

Ánder a veces se equivoca porque quiere probar cosas distintas, porque huye de quien le agobia, porque se aburre, porque sabe que si insiste acabará saliéndose con la suya porque tiene más caracter que tú o, sencillamente, hace las cosas mal porque es más divertido. Ánder ya sabe que el mundo está lleno de buenas personas que no soportan verlo llorar, que sufren cuando no se sale con la suya y que no le permiten el esfuerzo de hacer las cosas dos veces. Ánder necesita más oportunidades que los demás porque todo el mundo se las da y él las exige. Nunca sabremos lo que Ánder va a ser capaz de hacer porque el mundo está lleno de buenas personas que le permiten no hacer lo que exigimos como algo natural a otros niños. Mantenerse en una fila, atender a explicaciones aburridas, esperar cogido de la mano, pintar dentro de un círculo, o darnos el pato del color adecuado son actividades que tardará más tiempo en realizar correctamente porque sabe que nadie espera que lo haga. Puede que sí lo esperes, pero Ánder sabe que eres sólo tú, que la gente que se le acerca y le sonríe, sus profesores, sus parientes y sus amigos no esperan nada de él, así que él no les da nada.

Lo que Ánder me da es comprobar todos los días como lucha por no equivocarse nunca, por hacer las cosas constantemente bien, sin posibilidad del más mínimo error, porque siempre habrá alguien bueno que aproveche esa oportunidad para cogerle de la mano y llevarle fuera de la fila, por dejar de explicarle cosas aburridas o por retirarle el papel o los patos de colores de delante. Y después de quitarle eso a Ánder se sentirá tan buena persona que le dará un beso y le abrazará y dirá "qué cariñoso es". Y él mismo y Ánder se catalogarán como buenas personas.

Cada error de un niño es una oportunidad de aprender. Cada error de Ánder es una oportunidad de ser bueno. Y cada error es una piedra del muro que separa a Ánder del mundo.
 
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