martes, 28 de abril de 2009

estos días

No puedo evitar estos días acordarme de mi padre y mi tía, que están muertos. Mi tía murió el año pasado. Era de esas presencias que están ahí desde siempre hasta que un día deciden que ya está bien y se marchan, casi sin dar tiempo a nada más. Así, de un día para otro. Pluf.

Mi padre murió cuando yo estudiaba en la universidad. Lo recuerdo porque la imagen más clara que tengo de aquellos días es la mía haciendo cola en una ventanilla para lograr una ayuda familiar de estudios en caso de "catástrofe familiar". Incluía quiebra del negocio y muerte del padre de familia.

Pero me pongo fúnebre, y no era ésa mi intención, porque lo que pretendía decir es que el acordarme de las personas queridas muertas no me entristece por lo general. Tengo buenos recuerdos de ellos y, aunque les echo de menos, no lamento tanto su ausencia como me alegra el haberles conocido, el disfrutar de ellos y de sus recuerdos, de lo que me dejaron aquí. Cada vez que veo alguna foto o viene a mi memoria alguna frase que le dijeron o que dijeron, alguna mirada, alguna impostura de un desconocido, que es como un latigazo de nostalgia, al reconocer aquello que creía tan exclusivo de ellos y que ahora la rutina me desvela como un gesto común en cientos de personas. Una muestra de su sabiduría en una frase que leo, de su bondad en un comportamiento que observo. Es curioso como la gente con la que convives llena tu propia vida sin que te des cuenta. Van dejando un rastro invisible, pero tan abundante y fructífero que realmente son los árboles que no dejan ver el bosque. Anticipas la respuesta del conocido porque él o ella harían lo mismo, o porque un día te explicaron que ese tipo de gente responde así. Reconoces la tristeza o la alegría en el rostro somnoliento de un conductor porque él tenía el mismo gesto cuando estaba concentrado.

Todo esto me hace pensar en que me gustaría dejarle a Ánder algo de todo esto. Contrariamente a lo que piensa mucha gente no me gustaría dejarle la vida arreglada. ¡Qué cosa más horrible arreglarle la vida a alguien, si no es para que ese alguien la estropee a su gusto! Sería feliz si supiera que Ánder, el día que yo esté muerto, pueda reconocerme en alguna otra persona, algún gesto o algún mohín fuera de lugar y de tiempo. Algún chiste de mal gusto que le recuerde mis bromas estúpidas. Algún arrebato injustificado de mal humor que le recuerde mis manías. Con cualquier cosa sería feliz. Pero, principalmente, sería feliz si tuviera algún recuerdo parecido al más intenso que yo guardo de mi padre: A los doce años pasé de ser un niño despierto a un adolescente atolondrado (estado del que creo no haber salido del todo), lo que resintió principalmente mis notas escolares durante dos años. Mi madre estaba desencantada y mis profesores creían que yo no valía para estudiar. Mi padre siempre decía de mí que era inteligente, que aquello era normal, puesto que, debido a esta inteligencia, su hijo no encontraba motivo para estudiar, al vivir tan comodamente. Así que un día vino a hablar conmigo y me dijo que estaba de acuerdo con mi actitud, que el estudiar y el esforzarse era de estúpidos si uno podía lograr sus objetivos sin sacrificio. Pero que tenía que hacerme cargo de que la cosa no podía seguir así. Demasiado joven para trabajar (estudiaba entonces octavo de E.G.B.), debía acabar por lo menos aquel año. Pasado este trámite, me iría a trabajar con él. Yo no sé si soy tan inteligente como mi padre creía o si lo he sido alguna vez en mi vida. Lo que he tenido claro siempre es que no quería trabajar, y menos en un barco, que es con lo que mi padre se ganaba la vida. Madrugar, trabajar de sol a sol, metido durante meses en un mismo espacio. Él era un amante del mar que siempre decía que trabajaba muy poco, por lo que disfrutaba enormemente de su ocupación. Pero yo no era él. A mí me gustaba hacer el vago, lo reconozco. De hecho, a día de hoy, lo que más me gusta es todo aquello que no me exige ningún esfuerzo.

El caso es que después de esta conversación decidí que si quería mantener mi nivel de vida debería empezar a disimular algo, aprobar alguna asignatura que no fuera deporte o dibujo. El milagro se produjo cuando me di cuenta de que si leía los libros, al día siguiente me acordaba de lo leído. Y cuanto más leía, más recordaba. Incluso cuanto más leía, más me daba cuenta de que menos necesitaba leer. En determinadas asignaturas bastaba con que repitiera lo que el profesor había dicho en clase para que éste pensara que yo era un genio de creatividad. Al cambiar de curso, nadie pensaba que lo mejor para mí era dejar los estudios, y al cambiar de profesores nadie volvió a pensar que no valía para el estudio. Supe cómo no volver a decepcionar a nadie y con el tiempo aprendí a convencer a la gente que no se hiciera ilusiones con las que decepcionarse, pero eso es otra historia, como dicen por ahí.

El caso es que me gustaría que Ánder tuviera un recuerdo de mí: el de alguien que siempre supo que Ánder sabe lo que desea y que respeta ese deseo. Como todos los adolescentes sólo tiene que aprender el precio. En mi caso fue barato porque nunca fui demasiado ambicioso. Será apasionante observar a mi hijo para ver lo que desea él.
 
Free counter and web stats