lunes, 22 de diciembre de 2008

méritos

Mencioné aquí que Ander, cuando lo conocimos, sólo lloraba y dormía. Ni comía ni cagaba, que son las otras dos cosas que hace un bebé. Evidentemente esto es una exageración. Este fin de semana estuvimos con los padres de un niño de ocho años a los que dijeron que su hijo no iba a succionar nunca, ni del pecho de su madre ni del biberón, por lo que tendrían que alimentarle con cuchara. También le dijeron que dormiría todo el día y habrían de despertarle para alimentarle.

Esto es contrario a la superviviencia del ser humano. Ningún ser humano que tuviera esas características podría sobrevivir, y antes o después todos los seres humanos con esas características desaparecerían de la tierra. Por eso se considera que el síndrome de Down es una anomalía sin explicación ninguna. No se sabe a qué se debe su existencia, porque esa misma existencia es contraria a las leyes de la lógica. Puesto que creo que la lógica no puede ser contradecida en la vida cotidiana ni en los milagros ni en las tartas habladoras, creo que los síndromes de Down sí pueden succionar y no duermen todo el día. Puede ser que su falta de tono muscular les dificulte determinados ejercicios y les haga cansarse más, pero no les imposibilita nada, del mismo modo que un niño con cuatro dedos o con seis no pierde la capacidad prensil, presente en todos los seres humanos como herramienta básica de superviviencia.

Pero esta idea de incapacidad innata provocó que a Ander nunca nadie le diera un biberón cuando le conocimos. Le alimentaban desde hacía dieciocho meses con cuchara. La leche, la papilla líquida sin casi variación en sus componentes. Nada de carne o pescado en la dieta, puesto que su estómago, acostumbrado a esas flojeras, no podría soportarlo. En consecuencia, sus digestiones eran lentas y dolorosas. Dormía todo el día, al levantarlo por la mañana le bañaban, le desayunaban y le volvían a acostar. ¿Cómo hacer una digestión así, sin gasto de energía, sin esfuerzo en el tragar?.

Curiosamente una cosa que sí hacía era devolver la comida si se la daba alguien que no fuera su cuidadora habitual, una especie de casi monja que obedecía las órdenes médicas como un talmud maléfico. Ánder tenía voluntad y prefería pasar hambre antes que soportar que no se cumpliera su voluntad. Como cualquier otro niño era caprichoso.

Otra cosa que le dijeron a la pareja con la que hablamos este fin de semana fue que su hijo no andaría hasta los dos años. Y anduvo a los dieciseis meses porque le pusieron de pie y le alejaban los juguetes en lugar de acercárselos. A Ánder nunca nadie le había puesto de pie ni le habían dejado de acercar un juguete. Después a unos les hacía caso y a otros no. Como todos los niños, tenía sus preferencias.

El mayor logro de Ánder cuando le conocimos era que, al sentarle, no se caía. "Ánder se sienta solo", rezaban los informes. Como en la publicidad de las hamburgueserías, la foto parecía más grande que el bocadillo real que te sirven luego, el pan redondo e inflado y la carne sabrosa sin grasa rebosando en un plato limpio de loza fina.

Por último, Ánder sólo se consolaba al llorar si le cogías en colo y le acunabas de pie. Si te sentabas o dejabas de acunarle, volvía con su soniquete de bebé sin aire en los pulmones.

Lo que vi en Ánder fue un niño caprichoso al que habían hecho perezoso, al que movían poco para que no molestara, al que magnificaban sus logros mezquinos. Un bebé malcriado como otros tantos. Y, como esos otros tantos, sin responsabilidad ninguna de su situación.

Así que lo primero que nos planteamos fue que se hiciera consciente de sus caprichos, es decir, negarnos a cumplirlos por un lado, y, por otro, que fuera consciente de que existían otros seres que tenían necesidades imperiosas que él tenía que satisfacer. Que compartiera su existencia con nosotros. Le dejamos que llorara al terminar de comer y cambiarle el pañal, le obligamos a comer después de que devolviera, le forzamos su estómago con nuevos alimentos, le obligamos a que nos mirara cuando le hablábamos, ignoramos sus llantos y le obligamos a que cogiera cosas con sus manos. Y le aplaudíamos y le cantábamos cuando comía, cuando cogía las cosas y las soltaba en nuestra mano o dentro de una caja. Le suprimimos las siestas y le involucramos en nuestra rutina de madrugones, de prisas, de acelerones, de frenadas y de frustraciones, de gritos, de risas y de canciones. Le dimos un lugar físico y emocional.

El resto de todas las cosas que Ánder tiene a día de hoy, su nombre, su personalidad, su presencia, sus gustos, sus amores y sus odios, sus emociones, de sus logros y sus fracasos él es el único responsable. Nadie le ha ayudado más que él mismo, que todos los días se esfuerza en conocer y dominar el mundo que le rodea, con sus estrategias y sus manipulaciones, usando sus propias trampas en las que caemos todos los que le rodeamos, y sus propios premios, que reparte según le interesa. Cuando le duele algo llora, cuando algo le gusta ríe hasta que se queda sin aire. Es el protagonista de su propia vida igual que otros niños que han tenido lo que él se ha ganado con esfuerzo desde hace algo más de un año. No hay nada que reprocharle y sí mucho que admirar en él.

Ánder es mi hijo y, si no lo fuera, me gustaría que lo fuera.

1 comentario:

Ana Pastor dijo...

Que resumen tan bueno de lo que fue Ander. Pasado el tiempo casi lo había olvidado, es tan distinto ahora.
Te amo

 
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